Sobre la forma de la ciudad


por Alberto Montealegre Beach


Preguntar por cuáles serían las características que nos permiten hablar de la «forma» de un objeto no es asunto trivial. Cuando decimos que algo es simple o complejo ya estamos aludiendo a la forma de esa cosa. La simplicidad sería aquella forma que podemos reconocer —como si se tratara de un volver a ver, como si la naturaleza nos adelantara la clave para entender su totalidad, la clave para discriminar entre lo esencial y lo accidental, para decidir qué debe estar primero y qué después, para el orden. Con aquello que llamamos complejo, por el contrario, no es que no podamos ver al todo, pero la decisión sobre qué es lo importante y qué lo superfluo en él queda en espera.
Desde un punto de vista estético (sea éste el de un artista o el de un científico), los objetos simples son una suerte de triunfo intelectual (y, tal vez por ello, muchas veces aburridores); los objetos complejos, en cambio, son sobre todo el resultado de un intento fallido, un enigma por superar o un misterio que desanima. Podríamos decir que «la naturaleza» es el nombre más antiguo de aquella idea del desafío: el desafío de la forma por desocultar, por describir, por «reconocer». Pero sucede que también el mundo de los objetos artificiales puede ofrecernos un desafío equivalente. No obstante se trate de nuestras creaciones, aveces éstas se escapan a nuestro control como si la naturaleza recuperara en ellas el manejo misterioso de sus procesos internos. Se escapa la forma; pero ahora no porque no sepamos cuál es la causa de su apariencia. Se escapa la forma porque descubrimos que no sabemos del todo de qué depende el que algo tenga eso que llamamos forma.
La ciudad es uno de estos objetos complejos. ¿Cuál es la forma de ciudad? El objeto más grande construido por el hombre, ¿es el mero resultado de un proceso de acumulación de las construcciones o también obedece a un conjunto de reglas; a un cierto estilo del acumular edificios, calles, plazas, instalaciones? Los arquitectos desean poder diseñar la ciudad, pero no se da forma a una ciudad como a un edificio, ni se la usa del mismo modo.


 A pesar de su fuerte rendimiento figurativo, las metáforas biológicas ... que representan la ciudad como un organismo vivo, no han hecho más que confundir una discusión ecológica elemental con otra poética que quisiera encontrar un equilibrio fisiológico alienante en los sistemas urbanos. Es cierto que las avenidas pueden verse como arterias, que el flujo vehicular puede ser la sangre que irriga el organismo, que las áreas verdes son los pulmones y que el centro político-administrativo es el corazón. Pero esta vaga zoomorfización de la ciudad no ofrece mucho más que la inquetante advertencia de que, comparativamente, los organismo demasiado grandes de la historia de la biología han sido siempre los más propensos a la extinción cuando las condiciones ambientales se desordenan.
Útiles pero no suficientes son las habilidades de los matemáticos en este asunto de la forma. La cuadrícula del damero (el tablero de «damas») con la que los conquistadores españoles organizaron de manera instantánea las primeras ciudades de América, es el ejemplo más contundente de cómo la aplicación de reglas geométricas es, en una primera instancia, la herramienta fundamental del diseño artificial de una forma urbana. Podemos decir que la cuadrícula ­­—patrón, módulo, medida, escala y, sobre todo, referencia— es la herramienta para configurar un lugar claro y distinto en medio de la naturaleza, y de hacerlo disponible.
Pero después la ciudad no obedece más esa regla; y sigue siendo ciudad. Que luego Santiago, por ejemplo, haya crecido siguiendo una especie de espiral (la Chimba, El «barrio poniente», el lado sur de la Alameda, Ñuñoa, Providencia, etc.) es sobre todo una interpretación que simplifica un proceso no planificado de la ocupación y la valoración subjetiva del suelo. Tal vez todo esto pueda verse con claridad examinando fotos aéreas, revisando planos antiguos o aplicando técnicas abstractas de investigación histórica, pero para los ciudadanos estas leyes de ordenamiento tienen muy poco que ver con sus experiencias reales. Las metrópolis modernas son por lo general caóticas en un sentido estético y a veces notablemente cambiantes, pero no por ello sin forma. Los habitantes de las ciudades han desarrollado otras destrezas para encontrar el camino en sus desplazamientos, para fijar su residencia (o sus aspiraciones), para su economía y su abastecimiento, para su educación y diversión. Estas destrezas son la prueba de una capacidad para la forma que sobrevive eficazmente en medio de la complejidad; una capacidad para «reconocer» aun cuando el patrón, la ley de ordenamiento (o, en este caso, el «mapa» modular que sirve de referencia) no esté ya más disponible.
La clave de esta habilidad para la forma debe buscarse en la doctrina de la «pura visualidad» que desarrollaron a fines del siglo XIX el filósofo Konrad Fiedler (1841-1895) y el escultor Adolf von Hildebrand (1847-1921). Para ellos la posibilidad de encontrar significado y sentido en los objetos, en la arquitectura y las obras en general no depende del recurso a referencias externas o a esencias previamente delimitadas contra las que se comparan siempre y cada vez (como lo hacía la estética clásica y como se espera que lo haga «metodológicamente» el científico), sino de relaciones que el sujeto espectador establece cada vez según su personal punto de vista, relativo, dependiente e influenciado culturalmente. El espectador siempre está sometido a circunstancias subjetivas como es por ejemplo el espacio físico y sus posibilidades de desplazamiento.
La doctrina de la «pura visualidad» implicó un cambio radical en la interpretación estética y en la teoría y crítica del arte del siglo XX. Pero es August Schmarzow (1853-1936), quién nos proporciona una idea específica para la arquitectura. Según él, en sintonía con la fenomenología de Husserl y las corrientes psico-fisiológicas de su tiempo, el cuerpo humano es el vehículo por el cual se hace posible la noción del espacio. La esencia del arte de la arquitectura (y nosotros tendremos que extenderla a toda la ciudad como artificio) es el proyecto del espacio puesto por encima del proyecto del objeto. La experiencia corporal del movimiento es, entonces, la que abre y posibilita el espacio, según tres dimensiones: la vertical, que es la de la de la escultura; la horizontal, es la de la pintura; y la profundidad, que es la del movimiento y la arquitectura.
La forma —y la forma de ciudad—, en la doctrina de la «pura visualidad», debe ser entonces una especie de equilibrio dialéctico entre esas tres dimensiones de Schmarzow, escultórica, pictórica y arquitectónica. Un equilibrio que, prescindiendo del «mapa» modular y universal, nos otorgue la posibilidad de organizar geográfica y simbólicamente nuestra vida dentro de la ciudad. Las dos primeras, la escultórico-pictórica, tienen su manifestación en el skyline, en la silueta de los edificios que se recortan contra el cielo, pero también en la extensión horizontal del objeto total que, a veces, percibimos desde los cerros, desde los edifcios altos o desde un avión.
En la dimensión arquitectónica están fundamentalmente nuestros recorridos, pero sobre todo, la memoria de nuestros recorridos. Cuando el mapa modular está presente, la clave de la forma está dada matemáticamente, pero en la ciudad compleja está dada mnemónicamente en base a una experiencia espacial. Las tres dimensiones de Schmarzow construyen la forma de una ciudad como una sucesión de cuadros que definen un recorrido en el espacio. El trayecto cotidiano que efectuamos en nuestro traslado al trabajo, a la escuela, al supermercado, constituyen todos una red de movimientos posibles que están disponibles por la sucesión de las imágenes escultórico-pictóricas de los diferentes cuadros que se presentan en el recorrido, como una secuencia ordenada y repetida. Los hitos del skyline, de las fachadas, de las esquinas, pero también de los cambios de velocidad (segmentos a pié o en vehículo) o los inconvenientes que introduce el horario en el flujo de los desplazamientos, enhebran secuencias completas que reemplazan con la misma efectividad a las tramas modulares de una secuencia matemática como el «damero». Los microbuses tienen escrito en un letrero detrás del parabrisas secuencias hiladas de hitos de este tipo.
Cuando buscamos una nueva dirección en la metrópolis nos enfrentamos al problema de la forma de la ciudad según dos estrategias complementarias que siempre enfrentan la forma de la ciudad como una red de rutas memorizadas, disponibles o indisponibles. Primero identificamos la calle de nuestro destino en un mapa, examinando las vías más importantes de acercamiento; pero este examen no ocurre en el dibujo abstracto del plano de la ciudad que estamos consultando sino en el sistema de rutas que recordamos de nuestra experiencia espacial real. Este examen nos deja siempre tan cerca como es posible de nuestro destino. Más allá de ese punto deberemos seguir la estrategia antigua del mapa modular (tres manzanas más en una determinada dirección, y una vez encontrada la calle, esperar que la numeración respete el orden correlativo).
De esta interpretación podríamos derivar algunas conclusiones:

A) La forma de la ciudad establecida según su dimensión arquitectónica puede cubrir la totalidad de la superficie, pero no necesariamente de un modo homogéneo y continuo. Es característico de ella una organización secuencial de imágenes pictórico-escultóricas que la hacen disponible. Como los dedos de un guante, las rutas pueden ser equivalentes y paralelas, pero invisibles entre sí. Quién recurre al transporte colectivo conoce esto muy bien, pero incluso el automovilista, que tiene mayor libertad para desplazarse, diseña sus rutas óptimas según lo que recuerda de la ciudad. Esto conduce finalmente al establecimiento de discontinuidades, de zonas desconocidas, virtualmente improbables en la historia de los desplazamientos de un individuo.

B) Con la forma de la «pura visualidad» también es posible discriminar entre lo accidental y lo permanente, según esto pueda darse o no en una dimensión espacial y temporal. La referencia es el cuerpo humano que recorre el espacio en el tiempo real. Cuando viajamos en el trén subterráneo para aparecer de sopetón en otro punto de la ciudad, cuando cruzamos por un paso bajo nivel o utilizamos una carretera subterránea, destruímos la secuencia de cuadros pictóricos y por ende perdemos la noción de la forma.

C) La alteración de la forma de la ciudad implica afectar no sólo la posibilidad de un desplazamiento espacial (la dimensión arquitectónica), sino también, la alteración de la dimensión pictórico-escultórica. En Santiago, por ejemplo, junto con la aparición de la alta torre de Telefónica, apareció también la posición de la Plaza Baquedano en el skyline de la ciudad, incorporándola como referencia en recorridos geográficamente lejanos.

Volviendo a nuestra pregunta inicial sobre las características de aquello que llamamos forma de la ciudad (y, más ambiciosamente, de la forma de los objetos en general), nos atreveríamos a proponer lo siguiente: forma es aquella sucesión de imágenes (pictórico-escultóricas) cuya secuencia y significado corresponde con lo «esperado» arquitectónicamente. La cuestión está entonces en definir qué es lo esperado: lo que es posible hacer disponible (o real) por medio de un recorrido espacial. Todo aquello que no corresponde con lo esperado en este sentido (como el cambio alternativo de la dirección del tránsito de una calle, o los trayectos subterráneos) cambia o disuelve la forma de la ciudad.
Esta cuestión en particular podría ofrecernos una referencia adicional a la hora de evaluar críticamente las decisiones que tomamos sobre las ciudades y sus obras de infraestructura.

Julio de 2002



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